La historia secreta de los Reyes Magos
   Hay  pocas fiestas más entrañables que la de los Reyes Magos, esa fecha del 6  de enero en la que los niños de costumbre católica dejan los zapatos  preparados para que los mágicos monarcas depositen en ellos sus regalos  con nocturnidad y sigilo. Se conmemora así la tradicional llegada a  Belén, desde lejanas tierras de Oriente, de los consabidos reyes  Melchor, Gaspar y Baltasar, que acudieron siguiendo la guía de una  estrella para adorar al recién nacido rey de los judíos, y agasajarlo  con sus ofrendas de oro, incienso y mirra. Pero, ¿de verdad eran reyes?  ¿Qué quiere decir que eran magos? ¿De dónde venían? ¿Cuántos eran y cómo  se llamaban en realidad?¿Dónde está el nacido rey de los judíos? La  verdad es que son poquísimos los datos que se tienen de estos regios  personajes. 
La  primera referencia aparece en el Evangelio de Mateo, el único autor de  los llamados sinópticos que los cita, ya que los otros dos, Marcos y  Lucas, ni siquiera los mencionan. 
El  texto dice así: "Unos magos vinieron de Oriente a Jerusalén,  preguntando: '¿Dónde está el nacido rey de los judíos? Porque vimos en  Oriente su estrella y hemos venido con el fin de adorarle". El rey  Herodes, al que iba dirigida la pregunta, los encaminó hacia Belén,  rogándoles que se informaran bien sobre ese recién nacido para darle  posterior detalle del asunto. En el ejemplar del Nuevo Testamento que  consultamos, versión del padre José Miguel Petisco  (Madrid,1953), una  nota a pie de texto aclara con indignación: "El hipócrita pretendía  conocer el paradero de Jesús para degollarle". Así orientados, y guiados  siempre por la estrella, los magos llegaron a Belén y adoraron al Niño,  ofreciéndole los ya conocidos presentes… 
Parece  increíble, pero este escueto texto de Mateo, redactado en torno al año  50 d. de C. –y en el que aparecen por primera vez la figura de los  Magos–, es todo lo que hay para sostener la gran historia de los mismos.  Y, como hemos visto, el evangelista nada dice de que sean reyes, ni de  que sean tres, ni de cuáles eran sus nombres. De la iconografía hoy  habitual para recrear la Adoración de los Reyes Magos, en Mateo solo  aparece su condición de magos, la estrella, el lejano y nebuloso Oriente  como punto de partida de su viaje y los consabidos regalos de oro,  incienso y mirra. Y ya está. Todo lo demás que hoy damos por cierto  sobre estos enigmáticos personajes –y que escenificamos pacientemente  cada Navidad en nuestro doméstico Portal de Belén con monarcas a  caballo, pajes de vistosos atuendos y camellos cargados de presentes–,  es una elaboración literaria posterior, acuñada en textos apócrifos y en  tradiciones culturales muy dispares. 
Una  leyenda que se va tejiendo con enorme éxito, sobre todo entre los  siglos IV y IX, mezclando creencias mazdeístas, mitraicas, gnósticas,  judaicas y cristianas, plasmada en textos como el Protoevangelio de  Santiago, el Evangelio de Pseudo-Mateo, el Evangelio Árabe de la  Infancia, el Libro de la Caverna de los Tesoros y muchos otros. Una  historia a la que la Iglesia romana nunca ha dado cobijo entre sus  libros canónicos. 
 
El problema de ser mago
  Lo  que para el evangelista Mateo no había duda era que los misteriosos  personajes eran magos, ya que así lo dice expresamente. Y eso generó no  pocos problemas a la iglesia incipiente, ya que mago, en aquella época,  era un término que se aplicaba a un amplio espectro de gente, desde el  farsante vendedor de pócimas "curalotodo" a los sabios astrólogos  caldeos, pasando, entre otros, por los sacerdotes de culto mazdeista y  por los taumaturgos gnósticos de Alejandría. Como reconoce el fraile  dominico Santiago de la Vorágine en su obra 'La Leyenda Dorada', escrita  hacia el año 1264, "La palabra 'mago' significa tres cosas diferentes:  ilusionista, hechicero maléfico y sabio". En  cualquier caso, engañabobos de feria, adoradores de divinidades  paganas, brujos o herejes. Malas compañías para el recién nacido  descendiente del rey David. Sin embargo, en el Antiguo Testamento se  habla de poderosos personajes que acuden presurosos a postrarse a los  pies del nuevo rey de los judíos. En el primer texto se dice: "Los reyes  de Tarsis y las islas traerán tributo. Los reyes de Sabá y de Seba  pagarán impuestos; todos los reyes se postrarán ante él, le servirán  todas las naciones", (Salmos, 10-11, 15). Y en el segundo: "Un sinfín de  camellos te cubrirá, jóvenes dromedarios de Madián y Efá. Todos ellos  de Sabá vienen portadores de oro y de incienso y pregonando alabanzas a  Yahvéh", (Isaías, 60, 6). 
En  estos textos proféticos se alude a quienes se postrarán ante el nuevo  rey pero, curiosamente, no se dice que sean magos como afirma Mateo ni  hay palabra alguna que los relacione con el sacerdocio o la taumaturgia.  Antes al contrario, los presenta como reyes poderosos procedentes de  países llenos de riquezas, entre ellos el portentoso reino de Saba,  situado en la llamada Arabia felix y cuya reina enamoró a Salomón. Se  trata, sin duda, de un precedente importante al que se agarraron los  primeros padres de la Iglesia para quitarse de encima el incómodo asunto  de los "magos" convirtiéndolos en reyes. 
O,  todavía mejor, en "Reyes Magos", seres que reunían en su persona la  máxima autoridad en lo terrenal y en lo espiritual, como el mismo rey  David. A finales del siglo V, Cesario de Arles defendía ya esta postura  afirmando que los "magos" eran también reyes, fundando así la tradición  occidental de los Reyes Magos. Además, se entiende que son magos en la  acepción más salvable, aquella que los interpreta como sabios que,  aunque paganos, son capaces de reconocer los signos de la divinidad del  recién nacido. Sin embargo, es en una versión siria del Evangelio árabe  de la infancia (sig.VI) donde por primera vez se dice que los estos son a  la vez "príncipes". 
En  este texto, al nacer Jesús un ángel es enviado como mensajero a Persia,  donde se celebra la buena nueva con asistencia de los "magos", que eran  adoradores del fuego y de las estrellas. Entonces aparece en el  firmamento una radiante estrella, que consideran señal definitiva de que  ha nacido "el Rey de los Reyes, el Dios de los Dioses, la Luz de las  Luces". Y tres príncipes, hijos del rey de Persia, que a la vez son  magos, emprenden el viaje guiados por el ángel y acompañados por un  séquito de nueve hombres. Uno de ellos lleva como ofrenda tres libras de  oro, otro tres libras de mirra y el último la misma cantidad de  incienso. Visten lujosas ropas de ceremonia y lucen tiara en la cabeza.  Bien, parece que ya tenemos encarrilado el asunto, ¿verdad? Pues no, ya  que ésta no es más que una de las innumerables versiones que existen  sobre el tema, aportando cada una un sin fin de variantes. 
 
Hasta 'doce' Reyes Magos
  "De  Oriente salen tres reyes/todos tres en compañía/a adorar al Niño  Dios/que en Belén nacido había", canta un clásico villancico. Pero,  ¿eran tres los Reyes Magos? El asunto de cuántos fueron los monarcas que  se postraron a los pies del Niño Dios en el Portal de Belén es una  fuente de inesperadas sorpresas, algo más parecido a una adivinanza  irresoluble que a una certeza. La tradición occidental, en general,  defendió que eran tres con el sencillo argumento de que, siendo el mismo  número los regalos que portaban en la narración evangélica de Mateo  –oro, incienso y mirra–, lo normal es que fueran también tres los  portadores. Así lo afirmaba Orígenes en el siglo III, entre otros  autores. Sin  embargo, en las tempranas representaciones de la Adoración de los Magos  existentes en las catacumbas romanas, el número es variable. Por  ejemplo, en la de los santos Pedro y Marcelino sólo aparecen dos,  mientras que en la de Domitila son cuatro los monarcas que se inclinan a  los pies de la Virgen con el Niño. Esto indica la confusión y el  entrecruce de leyendas sobre este acontecimiento que existía en los  primeros siglos del cristianismo, aunque muchos estudiosos justifican su  número variable por las necesidades de espacio y simetría de los  autores de las pinturas. 
Aunque  así fuera, quiere decirse que, en aquellos siglos, el número de los  Reyes Magos era por lo menos tan impreciso que quedaba sujeto a la  voluntad de los artistas que los representaban. Sea como fuere, los  textos apócrifos que han ido tramando la historia de estos mágicos  soberanos ofrecen posibilidades para todos los gustos en cuanto a su  número y sus nombres. En el "Pseudo Mateo" no se indica expresamente  cuántos eran. Para la tradición siria, los magos son doce, procedentes  de las tierras de Syr, y todos llevan nombres persas. No obstante, en el  'Evangelio Árabe de la Infancia', dependiendo de la versión que se  consulte, su número es de tres, de diez o de doce. En el 'Libro de la  Caverna de los Tesoros' vuelven a ser tres, reconocidos como caldeos,  que son presentados así: Hormizd de Makhodzi, rey de los persas;  Jazdegerd, rey de Sabá, y Peroz, rey de Seba. 
En  el Evangelio armenio de la infancia también son tres, pero distintos,  ya que se trata de Melkon, rey de los persas; Gaspar, rey de los indios,  y Balthasar, rey de los árabes. Además, los armenios son mucho más  rumbosos con el asunto de los regalos. Melkon lleva como presentes  mirra, aloe, muselina, púrpura, piezas de lino y "los libros escritos y  sellados por las manos de Dios", que no es poco. Gaspar lleva nardo,  mirra, canela, cinamomo, incienso y otros perfumes. Y Balthasar, oro,  plata, zafiros, piedras preciosas y perlas. Para acompañar tanta  riqueza, se rodean de un séquito que no desmerece: doce capitanes con un  cortejo de doce mil jinetes. Los nombres citados en este texto suenan  ya parecidos a los que conocemos en la actualidad, pero habrá que  esperar hasta el siglo IX para que Agnello de Rávena los acuñe  definitivamente, en su 'Liber pontificalis Ecclesiae Ravennati', como Melchior, Caspar y Balthasar. 
 
Oro, incienso y mirra
  Otro texto, el 'Excerptiones Patrum',  atribuido sin mucha fe al Venerable Beda y escrito en una fecha  imprecisa entre el siglo VIII y el XII, nos dará la mejor y más razonada  descripción de su aspecto. El Rey de más edad es Melchor, con cabellos y  barba largos y canosos, que viste una túnica de color jacinto y capa  naranja. A él le corresponde regalar el oro, que es presente adecuado  para ofrecer al Señor en tanto que rey. El siguiente es Gaspar, joven,  bello e imberbe, luciendo túnica naranja y capa roja, que regala el  incienso, obsequio adecuado para el Señor en cuanto Dios. Y el último es  Balthasar, de tez oscura, que lleva túnica roja y capa blanca jaspeada.  Su presente es la mirra, ofrenda adecuada para el Señor en cuanto  hombre. Y así quedan establecidos en Occidente su número, sus nombres y  el sentido de sus presentes que señalan las cualidades de Cristo como  rey, como Dios y como hombre. Claro  que hay otras interpretaciones sobre el significado de las ofrendas,  como ésta que nos propone el ya citado 'Santiago de la Vorágine': "…el  oro, para regalar la pobreza de la Virgen; el incienso, para ahuyentar  el mal olor del establo, y la mirra, para consolidar los miembros de la  Criatura con la expulsión de todo mal de su vientre". Según el texto del  "Pseudo Beda", los Magos representan a toda la humanidad al ser  descendientes de las estirpes fundadas por los tres hijos de Noé, cada  una de los cuales pobló un continente: la de Sem, Asia; la de Cam,  África, y la de Japhet, Europa. 
Hay  otro detalle importante en su narración y es que, al indicar que  Balthasar es de tez oscura, lo hace proceder de un continente concreto,  África, y lo identifica con una raza específica, la camita. De manera  que, gracias a esta descripción, el mago Balthasar se convertirá, con el  paso del tiempo, en el rey negro de nuestro Belén. 
Ahora  sí que parece definitivamente resuelto el enigma, ¿verdad que sí? Pues  tampoco. Dado que para muchos cada Mago representaba uno de los  continentes conocidos, el descubrimiento de América inspiró a diversos  autores la conveniencia de un cuarto Rey Mago, y como cuarteto los  plasma el pintor Grao Vasco en el monasterio de Vizeu (Portugal), en una  obra del siglo XVI. El último es un indio que refleja las  características de los pueblos amazónicos, va armado de una larga  azagaya y porta como presente una arqueta de madera cargada, se supone,  de semillas de cacao. Esta variante de un cuarto Mago "americano" tuvo  su relativo éxito y todavía se conserva en algunos lugares. 
 
Las reliquias de los Reyes Magos
  Lo  más increíble de estos imprecisos Reyes Magos es que, a pesar de su  escasa base existencial y su número tornadizo, existen sus reliquias  corpóreas, que durante siglos se han contado entre las más famosas de la  cristiandad. Su rocambolesca historia es la siguiente: Como siempre,  fue la emperatriz Elena, madre del famoso Constantino y personaje al que  se atribuye el descubrimiento de casi cualquier reliquia que exista,  quien dio con sus cuerpos en alguna zona próxima a Palestina,  trasladándolos a Constantinopla en el siglo IV. Eustorgio, obispo de  Milán, se encargó de llevarlas a esta última ciudad pocos siglos  después, en un viaje cargado de mágicas incidencias. Transportados  en una carreta tirada por dos vacas, sufrió el feroz ataque de un lobo  que dio muerte a una de ellas, pero Eustorgio castigó al fiero cánido  obligándolo a uncirse al yugo para sustituir en el tiro a la vaca  exterminada. Las  reliquias permanecieron olvidadas en Milán hasta que, en 1162, el  emperador del Sacro Imperio Romano Federico I, el famoso Barbarroja,  conquistó la ciudad y su archicanciller, el arzobispo de Colonia  Reinaldo de Dassel, "redescubrió" las mismas en la iglesia de  Sant'Eustorgio. Como corresponde a la tradición occidental, eran tres y  se mantenían en tan buen estado que sus cuerpos conservaban piel y  cabellos. El objetivo de Reinaldo de Dassel era llevarlos a su sede  arzobispal de Colonia, y así lo hizo en otro viaje preñado de aventuras  que duró, según se dice, treinta días, y de cuyo itinerario dejó  constancia en una carta dirigida a su punto de destino. Según ésta, pasó  por Turín y por Moncenisio, y atravesó los territorios de Borgoña,  Lorena y Renania. 
Por  supuesto, otras crónicas hablan de itinerarios distintos, pero el caso  es que numerosas poblaciones de Italia, Francia, Alemania y Suiza  reclaman orgullosas el honor de haber dado cobijo y sustento a la  comitiva de las reliquias, y recuerdan el acontecimiento con lápidas  conmemorativas y albergues que se denominan "A los Tres Reyes", "A las  Tres Coronas", "A la Estrella", e incluso "Al morito", refiriéndose a  ese mago "negro" que describiera el "Pseudo Beda". Incluso quedó un  rastro de reliquias repartidas por las iglesias locales, como si el  cortejo hubiese ido regalando a su paso fragmentos de los tres Magos. 
 
La magia post-mortem de los Reyes Magos
  Este  despiece parece que no mermó en absoluto la cualidad milagrosa de los  Reyes Magos, a los que los fieles atribuyeron de inmediato un gran poder  curativo. De algo tenía que servir el que fueran magos. Con la  experiencia de su viaje desde Oriente hasta Belén y tanta traslatio de  sus reliquias de un lado para otro, se convirtieron rápidamente en  protectores de los viajeros, como san Cristobal, y a ellos se acudía en  demanda de ayuda antes de emprender el camino. Incluso se los consideró  patronos del último viaje ya que, entre sus ofrendas, portaban mirra,  una resina utilizada en la momificación de los cadáveres y que  simbolizaba la inmortalidad, de manera que se les rezaba pidiendo una  buena muerte. También se confeccionaban filacterias, breves textos  escritos en papel con sus nombres y una oración, que se llevaban como  talismanes para librarse de las jaquecas, la epilepsia, las fiebres y  los hechizos. Estas  filacterias se consideraban verdaderos objetos consagrados, ya que se  creía que habían estado en contacto con los cráneos de las veneradas  reliquias. Pero tampoco era imprescindible este necrófilo contacto pues,  según un manuscrito del siglo XIII conservado en París, para combatir  la epilepsia bastaba con murmurar al oído del enfermo una jaculatoria  con el nombre de los tres Reyes Magos y de sus regalos. El poder  profiláctico de estos monarcas era tan grande que, en Alemania, llegado  el día de la Epifanía, era costumbre escribir con yeso las iniciales de  sus nombres, "C+M+B", en la puerta de las casas para que sus moradores  quedaran protegidos contra demonios y sortilegios durante todo el año. 
 
Los hijos de Melchor, Gaspar y Baltasar
  Una  leyenda tan exuberante en matices y diferencias no podía terminar así,  sin más ni más, de manera que el asunto siguió creciendo y los Reyes  Magos tuvieron descendencia. Fueron numerosas las familias europeas que,  durante los siglos XIV a XVI, afirmaban descender de los famosos  monarcas, incorporando a sus insignias heráldicas algún símbolo que lo  reflejaba. Es el caso, por ejemplo, de los señores de Baux, linajudos  nobles de la Provenza, que decían ser descendientes del rey Balthasar y  lucían un blasón rojo con una estrella de plata de dieciséis puntas y  estela de cometa. Sin  embargo, de todos los descendientes del mágico trío de monarcas, el más  famoso fue, sin duda, el Preste Juan, rey cristiano de un fabuloso  reino situado en los enigmáticos confines de Asia. La fantástica  historia cuajó en el siglo XII cuando apareció una carta enviada por  este poderoso soberano al emperador de Constantinopla Manuele Comneno,  aunque luego surgieron otras misivas enviadas a Federico Barbarroja y al  propio Papa Alejandro III. Al igual que los Reyes Magos de quien  descendía, el Preste Juan era un Rex et Sacerdos, es decir, aunaba la  autoridad espiritual y terrenal, y en sus cartas describía los seres  maravillosos que poblaban su reino, como el inigualable unicornio y el  veloz sagitario "que tiene forma humana de la cintura hacia arriba, y de  caballo hacia abajo". ¿Leyenda? Quién sabe… 
   os' por la universalidad de la devoción que inspira. 
Las luces del Belén
  Una  silenciosa guerra de religión ha dado forma a las fiestas  tradicionales. El Árbol se enfrentó al pesebre, Santa Claus combatió  contra los Magos y el acebo destronó al muérdago. Al embate cristiano  contra el paganismo, se sumó la pugna entre católicos y protestantes,  latinos y nórdicos, norteamericanos y europeos. La  representación del nacimiento de Jesús y la Adoración son casi tan  antiguos como la Iglesia de Roma. Los primeros testimonios datan del  siglo IV. En el siglo VII ya existía una recreación formal de la gruta  de la Natividad en la basílica romana de Santa María la Mayor. Durante  la Edad Media, esa tradición se consolidó en forma de dramas evocadores  de la Natividad, escenificados en las Iglesias. En ocasión de la misa de  Navidad solía representarse el episodio evangélico del nacimiento de  Jesús con la participación del pueblo. Una madre con su hijo de pecho, o  una doncella con un niño, recibían la visita de algunos pastores tan  reales como la vida misma. A un vecino barbudo se le confiaba el papel  de San José. El agraciado debía soportar el abucheo de todo el auditorio  cuando pretendía tocar al niño. 
Pero  de aquellos primeros belenes vivientes y festivos nació un género  teatral. En el siglo XII, el anónimo conocido como Auto de los Reyes  Magos empezaba con un Gaspar maravillado ante la visión de la Estrella  de Belén. Hoy esta pieza de probable origen catalán es una referencia  obligada en la historia de la literatura mundial. La representación de  un drama litúrgico de este género conmovió a San Francisco de Asís. Y en  1223, con la autorización del Papa Honorio III, este santo fabricó el  primer belén navideño del que se tiene noticia en una gruta de la  Toscana italiana: un niño Jesús esculpido en piedra, acostado en el  pesebre, entre un buey y un asno vivos. Franciscanos y monjas clarisas  lo difundieron por toda Italia y la aristocracia lo adoptó como  costumbre. 
El sentimiento popular
  Sin  embargo, a pesar de contar con el aval oficial del Papa el belén de San  Francisco no se inspiraba sólo en el Evangelio canónico, sino también  en apócrifos condenados por la propia Iglesia en el siglo IV, como el  Pseudo- Mateo. Esto tiene un significado reseñable, porque indica que  nació con vocación integradora, abierto a la religiosidad popular y al  material dorado de la leyenda, generando así un ámbito de comunión  alejado de la seriedad teológica y doctrinal. El  rey Carlos III traería esta moda desde Nápoles a España en el siglo  XVIII. Su famoso Belén del Príncipe –una esmerada obra realizada por  artistas valencianos a pedido del monarca– puede admirarse hoy en el  Palacio Real. Entre las señas de identidad de esta representación de la  Natividad destacan los animales. Al buey y al asno pronto se añadió el  gallo, que asumió el papel del ave anunciadora del advenimiento de  Cristo a todas las criaturas. Con los años, la imaginación popular fue  agregando otros elementos característicos para recrear la vida  cotidiana, dando realismo al nacimiento. 
Desde  este punto de vista, el detalle más curioso lo constituyen esas figuras  de pastores o campesinos representadas en cuclillas y en el acto de  defecar, conocidas como cagoner, caconi, caganceiros, cagoneras o cagones,  según las regiones y países. Son imágenes que aparecen incluso en la  sillería de la Catedral de Ciudad Rodrigo (Salamanca), en algunas  fachadas de Iglesias del siglo XV y hasta en un magnífico relieve en  mármol denominado La Virgen y la montaña de Montserrat, obra anónima del  siglo XVII que se conserva en Valencia. 
En  el siglo XVI, la Reforma protestante se mostró hostil al belén, que  hasta entonces gozaba de excelente salud en Alemania, cuna de uno de los  primeros belenes históricos: el de Fussen. El rechazo protestante  inspiró una reacción católica y movilizó a los jesuitas "la milicia de  la Contrarreforma", que promovieron las asociaciones de "amigos del  belén". El resultado de esta peculiar batalla fue su amplia difusión y  democratización en los países católicos, donde se transformó en un  escenario hogareño habitual en las casas de la burguesía durante el  siglo XIX. En el siglo XX la costumbre se extendería a las clases medias  acomodadas. 
Sin  duda, el término "belén" también contenía un simbolismo de profunda  resonancia espiritual, ya que esta palabra significa "la casa del pan" y  alude a Cristo como "pan que da la vida". Actualmente, este significado  original de la Navidad se ha perdido para la gran mayoría y esta  festividad cristiana ha llegado a homologarse con la tradición pagana de  la Nochevieja y el Año Nuevo, pero en sus inicios mantuvo un vínculo  estrecho con el sentimiento religioso popular. 
Los sones navideños
  Si  el belén nacido en Italia aportó la imagen navideña más clásica en los  países católicos, el villancico español se había anticipado a su  introducción en la Península, creando la música más adecuada. Este  género aparece ya en el siglo XV, como forma de acompañar la  representación de los Autos de Navidad con una cantata en el interior de  la propia iglesia, que originariamente fue monódica y más tarde derivó  en polifónica, cuando al solista se sumó el coro. Probablemente, su  origen consistió en adaptaciones de poemas profanos medievales de amor  humano, reconvertidos en temas de "amor a lo divino". Así  lo sugiere su forma clásica –muy próxima a las estructuras medievales–,  que consiste en un estribillo seguido de una estrofa y rematado por una  coda que retoma el tema inicial. Ese el siglo XV, Gómez Manrique inició  la tradición autóctona con una canción navideña. En los siglos de oro  de las letras españolas, este género adquirió un enorme prestigio  gracias a poetas de la talla de Lope de Vega y Luis de Góngora. 
Su  éxito fue clamoroso. Entre 1588 y 1605 se llegaron a publicar tres  antologías de villancicos en España. Y antes de que acabara el siglo  XVII la entrañable tradición desembarcaba en América. La fecha clave de  este hito histórico se remonta al año 1689, cuando en la catedral de  Puebla se cantó el primer villancico nacido en el Nuevo Mundo. Su autora  fue la poetisa y mística mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, mujer de  amplia cultura humanística, admiradora de la poesía de Góngora y uno de  los talentos más destacados de la poesía hispanoamericana. 
Árbol de Luz, Árbol de Vida
  El  Árbol navideño proviene de una tradición diferente. Símbolo universal  como Árbol de la Vida desde antiguo, su conversión en un emblema  navideño se produjo en los países nórdicos, donde existía una tradición  pagana del Árbol de Luz (Lichterbaun). En  el ciclo artúrico y griálico, se prefigura su adopción por el  cristianismo, cuando Parsifal –el caballero de corazón puro que llega a  la corte de Arturo en Pentecostés– tiene la visión de un Árbol de Luz  con el niño Jesús en su copa. 
En  Europa, su origen precristiano lo asociaba con el roble, árbol sagrado  de los druidas, y también con otras especies veneradas por los pueblos  autóctonos, como el pino. 
Pero  la Iglesia acabó por imponer el abeto, argumentando que su forma  triangular era más apropiada a la Trinidad, del mismo modo que desplazó  al muérdago –planta sagrada de la antigüedad, traída como un don por los  dioses a la Tierra– en beneficio del acebo, o que prefirió la piña a la  manzana como símbolo de inmortalidad. 
Aunque  esta última parecía idónea, porque al cortarla por la mitad sus  semillas dibujan una estrella de cinco puntas evocadora de "la Estrella  de Belén", estaba demasiado asociada con la iconografía de Venus –diosa  del amor, famosa por su tendencia a incurrir en adulterio–, aparte de  que también se había convertido en la fruta del Árbol del Conocimiento  del Génesis en la imaginería popular, que la vinculaba con las ideas de  tentación y pecado original. 
En el siglo XVI, Martín Lutero adornó el abeto con velas, transformándolo en una representación del Árbol Cósmico. 
 En  el siglo XVIII, los sopladores de vidrio de Bohemia impusieron las  bolas de colores brillantes que han perdurado hasta el día de hoy como  un emblema del cielo estrellado. En cualquier caso, el Árbol aporta  elementos de notable interés. Por un lado, establece un vínculo con las  tradiciones paganas en calidad de "Eje del mundo", símbolo del principio  masculino que sirve de puente entre la Tierra y el Cielo. Su raíz se  hunde en el "Ombligo del mundo", apuntando al centro de Gaia como matriz  materna de la vida, y su copa se alza hacia el firmamento paterno, que  tradicionalmente representa el ámbito celestial. 
Por  otro, la inclusión de la Estrella de Belén en la cima funde en un único  emblema sagrado a todos los antiguos cultos estelares de egipcios,  persas y babilónicos y les convierte en anunciadores del nacimiento del  Mesías cristiano. Con el tiempo la vieja hostilidad ha desaparecido. 
Hoy  el Árbol y el belén conviven en pacífica armonía, como los Magos de  Oriente y Santa Claus. Nuestras navidades se han convertido así en un  escenario sincrético y hospitalario, acorde con una cultura planetaria y  democrática. 
En este nuevo ámbito, el antiguo culto del árbol integra numerosas tradiciones, como el que recoge la Festa del Pi catalana y mallorquina, una costumbre que también se observa en Francia –bûche de Nöel– y en otros países europeos. El tió  catalán es el tronco de un pino talado para esa ocasión, quemado en el  hogar, como símbolo del fuego solar que se pretende reavivar en el  momento en el cual los días empiezan a alargarse y las noches a  acortarse. En una oquedad del tronco se esconden golosinas y regalos,  que salen a la luz por medio del apaleamiento del tió, como  animados por una varita mágica. Pero las formas que adquiere este  simbolismo del árbol y el fuego son enormemente variadas, incluso sin  abandonar la Península Ibérica. 
En  todos los casos, es frecuente que a las cenizas del tronco o leños  quemados se les atribuyan efectos mágicos y virtudes sanadoras variadas,  según algunas creencias que, seguramente, se remontan a la noche de los  tiempos. 

   ¡Navidad, navidad...blanca Navidad! ¡Hip!, naridaaa, mmmhaaa, mmmca ¡Hip!  
   Y  la mayoría de la gente que celebra estas fiestas ni  siquiera son  creyentes, o olvidan el significado que el Cristianismo le  quiso dar,  por lo que la festividad pagana ha vuelto a resurgir de la  manera más  peligrosa, convirtiéndose en una fiesta del consumismo y el  derroche,  la gran fiesta del materialismo a ultranza.